viernes, 29 de octubre de 2010

Como nuestros literatitos fallecidos*

(Mtro. Alejandro Elizondo, Dra. Magali Velasco, Ángel Iquiwa y Quique Nieto)

Durante todo el año, la muerte nos parece maldita y triste; lloramos por los que se van, renegamos de su partida, y otras cosas. Pero al llegar estas fechas dejamos la solemne oscuridad de la muerte, para revestirla atractiva. Recordamos a nuestros muertos en sus momentos más cómicos: que si Fulano, antes de morir se reventó un mortífero gas, que si la última vez que se dejó ver con vida fue sorprendido con una torta de chicharrón en la boca. En fin, una manera muy cómica de traducir (o representar) la nostalgia.

La propuesta inicial era hablar de Monsiváis, a quien, de manera afectiva, los compañeros y compañeras dedican el altar este año. Pero por razones personales, me niego a rendirle un homenaje a Carlos Monsiváis solamente, así que hice este breve y humilde regalo para aquellos que tuvieron algo que ver con las letras y murieron el año que todavía está corriendo.

Fueron alrededor de 26 fallecidos que estaban involucrados en las letras. Por mencionar a algunos, en la lista de difuntos están: Ramón Ayerra, Montemayor, Monsiváis, Salinger, Saramago, Vargas Bernal, Chumacero y Alatorre.

Para continuar, trataré de citar textualmente las palabras de una de las profesoras que me ha instruido en el arte de amar a la lingüística, Mercedes Lozano, quien hace un par de clases comentaba: “Si Dios existiera, no debería permitir que los escritores mueran […] toda la vida preparándose para tener nuevos conocimientos y un día dejan de existir”. Si bien, la reproducción de sus palabras no fue exacta, la esencia es lo importante. Me permito apoyar la moción de la maestra, no deberían morir los buenos.

No podemos olvidar lo que nos dejaron, olvidemos por un momento que son intocables para algunos y reconozcámoslos como seres humanos. Nos dejaron obras literarias y lingüísticas muy buenas, sí, pero también al partir dejaron chismes y controversias.

José Saramago, autor de Ensayo sobre la ceguera, Memorial del convento, El evangelio según Jesucristo, entre otras obras de importancia, murió dejando uno de los chismes más candentes: el plagio. Y no contra cualquier persona, sino un mexicano de nombre Teófilo Huerta, quien no lo ha dejado descansar, incluso, después de su muerte publicó en la revista El búho un artículo en el que alegaba, prácticamente, que el hecho de morir no lo salvaba de regresarle su obra Las intermitencias de la muerte, cuyo título ‘original’ de Huerta era ¡Últimas noticias!

De Salinger se habla de El cazador oculto, El guardián entre el centeno; y otros relatos, pero también se habla de la controversia que causa que un escritor se aliste voluntariamente al ejército en época de guerra para ir a combatir, sabiendo, que está participando en un quiénsabequé en el que no debería estar. Se habla también que fue solitario, que era un judío recluido de sí mismo y que si por eso o por el trauma de la guerra pasó a adoptar el budismo zen. Que si fue el mejor exponente de la literatura estadounidense, no sé, no soy quién para juzgarlo, pero a qué tenates tenía ese hombre para seguir ‘lúcido’ después del ‘Día D’

De Monsiváis nos quedan sus 13 gatos, o al menos nos quedaban, ya que fueron puestos a dormir después de la muerte del ensayista. Su chisme fue el participar activamente como intelectual de AMLO, de esa izquierda que muchos condenamos como falsa. El autor de Del rancho al internet, Bolero: Clave del corazón, entre otras obras muere en la ciudad que lo vio nacer y con bastante público, tanto de la sociedad civil como del mundo artístico y sobre todo, del mundo burocrático.

Alí Chumacero tiene también su espacio-tiempo curioso, corrigió para el Fondo de Cultura Económica Pedro Páramo de Juan Rulfo y muchos afirman que con las correcciones de Chumacero, mejoraron la obra del escritor indigenista.

De Antonio Alatorre, autor de 1001 años de la lengua española, El apogeo del castellano, etcétera; mucho se ha dicho sobre sus preferencias sexuales y su decisión tajante de no querer homenaje o algo especial para su muerte.

Debemos ignorar y aparte conocer la vida de los autores, ya que; lo primero debido a que autor y obra son diferentes, basándonos en La muerte del autor de Roland Barthes, y debemos tomar en cuenta la vida del autor, porque es necesario tener en mente el contexto del escritor, ya que sin el contexto mucho se nos haría más complicado de entender. Pero con esto de ignorar y conocer, no violamos el principio de no contradicción, porque no son las dos cosas al mismo tiempo, sino que los hechos se dan en tiempos distintos. Conocer y después ignorar, o en otro sentido; hacer como que ignoramos.

¿Qué importa su vida si tenemos sus metáforas y sus ensayos literarios?, ¿qué importa su vida si tenemos toda una investigación amena sobre la historia de la literatura? ¿Qué importa si ellos son su propia literatura? Literatura controversial, bidireccional, culta, popular, combativa, erudita, humilde, son su propia literatura universal. Son sus propios Sócrates y nuestros motivantes. Si esas literaturas con patas están enterrados físicamente, pero en esencia siguen con nosotros, enseñándonos cada día más, mostrándonos un mundo que no quisimos ver en algún momento y que algún otro día nos despertamos con ganas de ver ese mundo tal como es, gracias a una obra de cualquiera de estos autores.

Siempre me gusta recordar una frase de Francisco de Quevedo en su prólogo a Sueños y discursos, que de manera cómica y hasta sarcástica dice que “en cada calle, 4000 poetas” y suponiendo que los 26 recién muertos vivieran en la misma calle, y que lo poeta lo tengan tan sólo por su gusto a la estética de la escritura, nos quedan 3974 poetas en esa calle, una calle tan angosta que desemboca en otras miles de calles con miles de poetas con miles de poemas; pero como los de nuestros literatitos fallecidos: nadie.

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*Texto leido por Quique Nieto en el pequeño evento del día de muertos en la Facultad de Letras Españolas de la Universidad Veracruzana.

domingo, 3 de octubre de 2010

Literatura y 1968

Sin duda la literatura es una de las herramientas fundamentales para los cambios en la sociedad y, por supuesto, en la vida política de una país. Los grandes movimientos sociales han tenido su medio literario para expresarse y dar base a su quehacer social. Miremos, por ejemplo, el movimiento estudiantil de 1968. No veamos sólo al CNH; sino desde la Primevera de Praga, el Mayo Francés; recorriendo el mundo entero hasta llegar a Luther King y, claro está, en la historia del dos de octubre negro en Tlatelolco.

De la Revolución de 68, encontramos escritores destacados como Paco Ignacio Taibo II, Elena Poniatowska, el mismísimo José Revueltas (ya ecritor reconocido entonces), Luis González de Alba, René Aviles, Monsivais, Roberto Bolaño, entre otros. Todos ellos, tienen sus crónicas sobre el movimiento estudiantil.

La percepción de la realidad política, social y económica se vio a fectada mediante las letras. Era la hora de poetizar la rebeldía; así como en Praga se hizo famosa la frase "podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera"; en Francia el movimiento ha sido retomado de forma nostálgica para poesía; y sobre todo, el discurso poético de Luther King, en Estados Unidos, cuyo sueño había sido forzadamente desvanecido fuera de su cuarto de hotel... Es decir, la poesía estaba dentro del movimiento mundial. Dicho de una forma más acertada, el movimiento estaba impregnado de poesía; o la poesía estaba llena de movimiento.

Pero al parecer, los cambios sociales tienen la misma importancia en la gente que la poesía, es decir, es nula o tal vez está a un paso de extinguirse. Ya no se lee o se escucha un comentario de rabia o de tristeza, sublimidad o incluso tristeza, al leer algún poema como "Memoria de Tlatelolco" de Rosario Castellanos y nadie camina por la calle pensando:

"[...]en qué horas del día
repartía mis pequeños odios con el odio grande
de los miles que éramos".

Como pensaba Paco Ignacio Taibo II en su poema "Ese día". Nadie, ni una palabra y sobre todo ninguna conciencia. Ni politizado ni literatos. Ni coniscientes ni letrados. Así estamos, ¿o no estamos?