domingo, 29 de enero de 2012

Paseo por el Martín Fierro de Martín Fierro: esquelético mirar a la poesía

En verdad el cantar es un soplo distinto.

Un soplo por nada, una onda en el dios. Un viento.

Rilke


El gaucho, figura argentina, se ha ido volviendo, década tras década, una imagen mítica. La historia se ha encargado de configurarlo como héroe en esta epopeya gigante que es la vida. Cada paso que da está resuelto dar su vida con tal de haberla vivido a gusto: el trabajo, que para el gaucho no es trabajo sino placer, lo disfruta más que cualquier otra cosa. Pero como no siempre todo es trabajo, porque es físicamente imposible, el tiempo libre lo pasa en la pulpería o alrededor de una fogata con los colegas, hablando, contando historias donde ellos son los héroes, victoriosos o trágicamente vencidos. Pero siempre sus anécdotas autodiegéticas son la premonición de un tango que no se ha musicalizado. Gardel y LePera, Yupanqui y Cabral, debieron inspirarse más de cien veces en historias de los caminantes de la pampa para escribir sus canciones: no puede ser de otra forma, es la tradición que acongoja, aqueja y a la vez vuelve hermosa la literatura y la música argentina. Los ecos de un romanticismo que no lo era: un decir sin decir, como el silencio del poeta.

Todos los principios de las historias gauchescas son trágicos, son tristes: los dioses, cualesquiera que sean, dejaron de ser benevolentes con el dueño de la historia, lo han dejado a la deriva. El pequeño Guacho de Don Segundo Sombra de Güiraldes empieza la historia sin padres, viviendo con dos tías que no le encuentran satisfacción a su presencia. Su vida es asquerosa y triste, por ello decide escapar y encontrarse con ese mito personificado y sabio que tiene por nombre Segundo Sombra, don Segundo Sombra. Asimismo en el Martín Fierro de José Hernández, Fierro nos anuncia la temática, el tono y el modo de su historia: “Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela, / que el hombre que lo desvela / una pena estraordinaria, /como la ave solitaria / con el cantar se consuela” (Hernández 11)[1].

La pena “estraordinaria” se refiere a la pérdida de lo suyo, porque todo lo que extraña es el Otro que reconoce como parte de sí, de su propiedad: de su vida. Le han quitado a su esposa, a sus hijos, su terreno, su entorno donde se había desarrollado, su trabajo.

Fierro descansaba el cuerpo en la pulpería cuando entró el “Juez de Paz” y “arrió” con todos los que pudo, entre ellos, el héroe de la historia. Con sutil calma no movió ni un dedo, incluso al ver el correr de muchos y la suerte nula de otros: “Yo no quise disparar, / soy manso y no había por qué; /muy tranquilo me quedé /y ansí me dejé agarrar” (Hernández 15). Ese encontrarse solo en medio de La Nada, frente a una mesa y nada más, el creerse intocable porque “no había por qué”, no nos da más sensación que la de soledad. La misma soledad que de forma explícita encontramos en la primera estrofa del poema, donde se compara con un “ave solitaria”, y que seguirá mencionando durante toda la historia. Esa calma es irónica, pues la calma que el demuestra, la pasividad obvia es motor de la acción: por eso es protagonista Fierro, “lo que lo individualiza es la acción” (Lazo xxxi).

(Paréntesis antiacadémico

No considero que José Hernández deba llevarse tanto mérito como Martín Fierro: él es quien crea su historia con forma, él lo versifica, Hernández sólo estructura. Aquí quedaría bien, entonces, hacer la separación entre autor y narrador (en este caso, poeta). No es lo mismo el autor que el narrador, por ende, es incorrecto atribuirle a José Hernández versos con tal complejidad rítmica que se desprende de la oralidad, [retomaré, párrafos más abajo, esta idea del ritmo].

Fierro es un personaje creado por el escritor, pero al hacer la diferenciación debe quedar estipulado el mejor manejo del verso por parte del gaucho que del poeta del macro universo.

Por todo lo anterior, a mi parecer, Martín Fierro rebasa la imagen del autor, no sólo lo mata como Barthes hubiera pensado, sino que lo hace de manera brutal, no queda cabida para Hernández en este trabajo, ya no. Por tanto, me permitiré una licencia: al momento de citar algún fragmento del poema Martín Fierro, estaré citando a Martín Fierro y no a José Hernández.

Fin del paréntesis antiacadémico).

Vuelta al texto original

Según Faustino Sarmiento, hay cuatro tipos de gauchos:

· El rastreador;

  • el baqueano;
  • el gaucho malo, y;
  • el cantor.

Siguiendo la lógica descriptiva de Sarmiento, Martín Fierro no es cualquier gaucho, es El gaucho, pues en él se encuentran fácilmente a los cuatro tipos de gaucho. Algunas características de los tipos no las tiene tan desarrolladas como otras; sin embargo, las huellas, los ecos, están.

Pero vamos a centrarnos en la imagen del gaucho cantor, Sarmiento se refiere a él: “Aquí tenéis la idealización de aquella vida de revueltas, de civilización, de barbarie y de peligros” (Sarmiento 48). Y veremos cómo Fierro cantará su historia. Es equiparable, y lo enfatiza Sarmiento, el gaucho cantor al trovador medieval. Sin embargo hay un aspecto que en este caso obstaculiza la analogía: para tener ese rasgo de trovador, más bien juglaresco,[2] el juglar contaba historias ajenas, héroes épicos que probablemente hubieran muerto ya o que si seguían con vida, eran ya bastante conocidos. Siempre el canto al Otro, nunca había, por parte del juglar, una exaltación del Yo. Al menos no en las historias a contar. En el poema que nos compete, todo está dispuesto para ser llamado poema épico, menos ese detalle, ese factor tan mínimo pero importante. No se trata completamente del contar una hazaña, sino de una confesión.

Pero el comparar al cantor de la pampa con un trovador/jugador medieval no es el primer intento por acercar la literatura pampeana con la España del Medievo. Otro ejemplo es Guillermo Luzuriaga, pero para dicho crítico pareciera que Fierro sí presta su voz a José Hernández, el poeta mediante la voz del gaucho cantor, canta la historia del dueño de esa voz. Luziriaga es más específico en su comparación: el Cid y Martín Fierro

Los textos son de temas nacionales y de trascendencia en el tiempo. El Cid-hombre, que presupone problemas de repercusión interna, vasallo y luchador de nota, pasa a la leyenda como el personaje-tipo del embanderamiento castellano. Martín Fierro-hombre, no significa un brazo de resolución en los problemas internos; en ligar de vasallo es rebelde y sostiene con dignidad propia la libertad, igualando sus propósitos a la libertad de la patria. Pasa a la leyenda, como el Cid, porque le asiste, también, una conducta de justicia. Los dos merecen, en valor, ser admirados desde el casco o chambergo, hasta el escarpe o bota de potro. (Luzuriaga 79)

Vemos, pues, que con su voz guiada por él o prestada a Hernández, Martín Fierro pertenece a tradiciones en las que la musicalidad no pasa por alto. Sea épico o no: sea la historia propia o ajena. Y en la canción va el poema, y en el poema, la poesía. Si bien la estructura del texto (sextillas en octosílabos, con rima consonante) nos dice que estamos ante un poema, poco nos falta para asegurarnos que el poema contiene poesía, pues Según de Octavio Paz “no todo poema—o para ser más exactos: no toda obra construida bajo las leyes del metro—contiene poesía […] Por otra parte, hay poesía sin poemas […] El poema no es una forma literaria sino el lugar de encuentro entre la poesía y el hombre (Paz 14). Es evidente que estamos ante ese puente entre la poesía y el humano, y no ante una simple estructura metálica de leyes métricas: “cantando me he de morir /cantando me han de enterrar / y cantando he de llegar / al pie del Eterno Padre; /dende el vientre de mi madre /vine a este mundo a cantar” (Fierro 11), ahí está presente una exageración por el gusto del canto. Pero también, como elemento poético, encontramos su insistente mención a las aves para analogías diversas, comparaciones o explicaciones. Pero no sólo es ahí donde radica su toque poético, sino en la elección del léxico, pues para T. S. Eliot “la ley de que la poesía no debe apartarse demasiado del lenguaje ordinario a que estamos acostumbrados a usar y oír diariamente. Ya sea rítmica o silábica, rimada o no rimada, formal o libre, la poesía no puede darse el lujo de perder su contacto con el cambiante lenguaje de la comunicación común y corriente.” (Eliot 8) E insiste perenne en que el lenguaje ocupado, que no debe sustraerse del todo de la cotidianidad, tiene de por sí una musicalidad impregnada, que hará variar el ritmo del poema-poesía según el ordenamiento sintáctico de las palabras y la buena elección de tales. Logra hacerlo Fierro, porque no alarga los versos, no los destruye queriendo volverse Hernández y aunque pareciera estar plagado el texto de vocabulario pampeano y escritura fonética de la misma naturaleza que el léxico, no es abusivo: es lo necesario.

Una palabra más o una palabra menos hubiera cambiado todo el sentido poético del texto. Perdería la credibilidad enorme que fue construyendo en nosotros entorno a su imagen. ¡Es por eso que José Hernández murió! ¡Por esa razón Martín Fierro es no un personaje, una persona que canta, que poetiza su historia! Pero no sólo las palabras, sino la significación rítmica que les acompaña, pues no pueden separarse estos dos factores. ““Una tradición encuentra la luz en los límites del lenguaje. Otra, no menos antigua ni activa en nuestra poesía y en nuestra poética, encuentra la música.” (Steiner 59) y para decirlo de manera más concreta “la música de la poesía no es algo que exista fuera y aparte del significado” (Eliot 9).

En el poema-biografía de Martín Fierro la música se polariza: es suave, y es duro. A momentos la tristeza y nostalgia inoculan el ritmo, “¡Ah tiempos!... ¡Si era un orgullo/ ver jinetear un paisano! / Cuando era gaucho baquiano, /aunque el potro se boliase, /no había uno que no parase /con el cabresto en la mano” (Fierro 13). Evoca, primero, al tiempo pasado como múltiples alegrías, y entre ellas, escoge un pasaje y lo mira, enseñándoselo también al lector para que lo aprecie. Los puntos suspensivos fungen como silencio “¡Ah tiempos!” “los tiempos pasados siempre son mejores” podrían estarnos diciendo esos puntos suspensivos: el poeta decide callar en ese momento y dar paso a sus demás palabras. Ese silencio es consecuencia de la nostalgia.

Pero otras ocasiones la dureza de la vida gauchesca es quien contamina la musicalidad del poema, “No hay cosa como el peligro / pa refrescar un mamao; / hasta la vista se aclara /por mucho que haiga chupao” (Fierro 25). En cambio, al momento de describir otro momento en el que hay dureza, el silencio se censura a sí mismo y prefiere el verso correr como si fuera agua que emana del grifo. El ritmo está en el verso, por eso “[n]o emplea el verbo contar, lo que está dispuesto a realizar es el canto de sus hechos” (Luzuriaga 42).

Martín Fierro nos hace sentir lo que él quiere que sintamos, o lo que él sintió, o lo que nunca quiso sentir, etcétera; pero eso refleja que ha cumplido uno de sus posibles propósitos: buscar el contacto, la catarsis, la hipocondría literaria. Pero sobre todo, ha logrado noolvidar, ser reminiscencia, ser memoria, pues es un poeta nato, un poeta natural y “el poeta ha hecho del habla un dique contra el olvido, y los dientes agudos de la muerte pierden filo ante sus palabras” (Steiner 55).


Bibliografía:

Agote, Guillermo Luzuriaga. Universalización de Martín Fierro. Buenos Aires: Editorial Troquel, 1967.

Eliot, T. S. «Atenea.» 29 de 11 de 2011 .

Hernández, José. Martín Fierro. México: Porrúa, 1985.

Lazo, Raimundo. «Prólogo al Martín Fierro.» Hernández, José. Martín Fierro. México: Porrúa, 1985. IV- XXXVII.

Paz, Octavio. El arco y la lira. México: Fondo de Cultura Económica, 1956.

Sarmiento, Domingo. Facundo: civilización y barbarie. México: SEP, 1964.

Steiner, George. Lenguaje y silencio. Barcelona: Editorial Gedisa, 1982.



[1] Las cursivas son mías.

[2] Recordemos que los trovadores tocaban ante los cultos, y sus canciones estaban constituídas por una serie de reglas de métrica y similares cosas, eran cantores de cortes. Los juglares, en cambio, eran los que caminaban de ciudad en ciudad, descuidaban la métrica del verso, y sin embargo no estaban tan dispares pues la necesidad nemotécnica auxiliaba, generalmente, al verso de arte menor. Entonces, el gaucho cantor es más bien como un juglar, más que un trovador, como bien lo dijo Luzuriaga: “Hernández [aquí sólo cambiaría Hernández por Martín Fierro] resulta ser un mester rioplatense, pero mester de juglaría, que desarrolla asuntos de carácter heroico y de interés colectivo” (Luzuriaga 42).

lunes, 16 de enero de 2012

De goces y placeres en "¿Asesino?"

Im Anfang war der Genuss

Néstor A. Braunstein

Cosa fácil sería decir que Bernardo Couto Castillo tiene una narrativa modernista que surgió a partir de lecturas apasionadas de Baudelaire, Laforgue y Gautier; retomando de éste último el lema “Plutôt la barbarie, que l’ennui[1]. Frase que tomó como máxima personal dentro de su escritura. Sin embargo, debemos ir más allá, no plantarnos sólo ante la posible imagen visceral de un hecho narrado y no mirar menos que la muerte efímera y su sinsentido.

Lo que me interesa hacer en este breve ensayo es intentar un acercamiento a las pasiones, a la revisión del aspecto del placer y del goce representado en un cuento de Couto Castillo: “¿Asesino?”. Antes de comenzar a sobrevolar a profundidad este tema, haré una pequeña reseña (no puede hacerse, al parecer, sino una pequeña reseña de un pequeño cuento), del texto mencionado, tal resumen puede hacerse con pocas palabras y no requiere una sección especial para ello, simplemente es así: un hombre narra un homicidio causado por el placer de lo desconocido. Pero ¿realmente sólo puede decirse eso del cuento? Veamos, pues, realmente lo que podemos decir del cuento según su estructura:

Comencemos con un paratexto curioso, la dedicatoria a Ciro Ceballo, autor de la novela corta Un adulterio. En donde también encontramos una referencia dialógica con la colección de cuentos donde se encuentra el texto que aquí tratamos: “Las melancolías llovían con acerbidad sus asfódelos sobre la frente abatida del traviato” (Ceballos 23). Demuestra un espíritu de solidaridad literaria entre dos modernistas que adoptaron la visión francesa de Gautier. Esto nos habla de una constante comunicación con la corriente nueva por parte de Couto Castillo, un apego a la modernización y al no perder de vista lo moderno. A pesar de su vida bohemia hubo una constante conexión para evitar el aislamiento literario.

Hablemos ahora, pues de lo siguiente. La forma del discurso está configurada a manera de monólogo, Abad cuenta a sus amigos; pero no podemos saber ni antes ni después de leer el cuento, si se tratan de amigos dentro de la prisión o fuera de ella. Un elemento nos da la pauta para pensar que es dentro de prisión: la presentación. “Silvestre Abad, asesino, narraba a sus amigos algunas de sus proezas”[2] (Couto Castillo 165). Lo interesante de la cita anterior y lo que hace pensar en un principio que puede hallarse enclaustrado en una cárcel, es la parte en cursivas, la aposición donde indica que se habla de un asesino. Sin embargo, nos encontramos páginas más tarde con que “[u]na mano [lo] sujetó; pero [él] de un golpe seco la recha[zó], desprendiéndo[se] para lanzar la niña y huir[3] (Couto Castillo 169). Este elemento nos remite a saber (y no pensar) que se trata de un monólogo dicho en un estado de libertad jurídica. El discurso nos vuelve partícipes del relato, somos los amigos de Abad que lo escuchan contar su historia, pero no se preocupe, lector, al menos ya nos dimos cuenta de que no estamos presos. Esta conclusión del estadio jurídico del personaje, fue revisado desde todos los momentos y más tarde haré una aclaración más sobre ello, a pesar de lo que Alfredo Pavón afirma: “Abad cuenta a sus cuates lo ocurrido, desde la cárcel, no lo atrapan en ese momento, pero en otro de sus actos lo agarraron”.

La parte referida anteriormente, el cuestionar si se trata de un reo o una persona libre, no es más que por mero empeño en aclara en qué contexto narrativo nos encontramos, dado que la condición jurídica del personaje nos ayudará un poco mejor a entender el ambiente en el que se desarrollan las acciones de Abad. Pues la forma en la que un preso podría narrar una historia varía a la de un sujeto que logró escapar, dado que el primero tiene en sí cierto malestar de haber sido encarcelado después de su delito y el otro puede sentirse incluso con mayor capacidad intelectual por haberse dado a la fuga de manera triunfante.

Del dolor al placer, del placer al goce

Para comenzar, tendríamos que hablar en un sentido estructural, en tanto los estadios del personaje. Esto es, el proceso por el cual el estado de Abad va degradándose o quizá, convirtiéndose en uno de bonanza. Cuando Abad cuenta su historia, nos anuncia que había estado sin comer, no tenía fuerza; se presenta en un estado de completa degradación: no tenía nada. Podríamos traducir este término (degradación) por el de dolor, en la concepción filosófica de Edmund Burke; es decir, aquello que surge a partir del cese del placer.

Cuando el dudoso asesino observa a la niña caminar bajo una lámpara que le ilumina el cuello, llega a remover ese dolor; sin embargo a pesar de que sigue sin tener nada, el dolor disminuye; éste cese del dolor no propicia un placer inmediato, sino que se convierte en un placer relativo: el deleite, pues no se encuentra todavía dentro de las fronteras del placer verdadero. Placer que vendrá después en el relato y conlleva una sensación de goce; sin embargo, aún no podemos hablar de tal. Presenciamos sólo el cambio de dolor a deleite.

El momento en el que Silvestre Abad toma por el cuello a la niña, es cuando tal deleite expira dando lugar al placer verdadero, y este se configura mediante la sensación de alegría y la del goce. Es ahí donde tiene cabida tal término, separándolo claro, del anterior: alegría.

Jauss en La pequeña apología de la experiencia estética hace un recorrido histórico del concepto desde la poesía sacra del siglo xvii, hasta el Fausto de Goethe que es donde surge la configuración vulgar de goce como un simple placer, pues aboga por un goce desde lo más banal hasta el disfrute más intelectual. Sin embargo no es ni de los versos religiosos ni de Goethe de donde surge la realmente la total importancia del goce. Fue Freud quien lo utiliza sin darse cuenta y sin hacerlo un concepto de su teoría y luego Lacan lo recupera y lo hace un término central en su corriente psicoanalítica, pero el término que floreció en ese momento no sólo tiene repercusiones en el ámbito de la psicología, sino que a mí parecer puede tener ecos dentro de la experiencia estética. Sin embargo, haré caso a mi psicoanalista y separaré las dos acepciones de dicho concepto y utilizaré la que se desarrolla dentro del ámbito psicoanalítico debido a que estamos adentrados en la mente de un sujeto-personaje, y no de un receptor de una obra de arte.

Néstor Braunstein dice que el goce es un imperativo que no debe confundirse con el gozo, y que por ello “es imposible de decir como presente del indicativo de la primera persona del singular. Pues al decirlo se disuelve” (Braunstein 12). La forma en español, entonces, demuestra su ambigüedad, por lo que él se resuelve a ocupar el concepto en francés que no se presta a tal ambigüedad: jouissance. Así es como lo ocuparemos aquí a partir de ahora. Y entendámoslo como “aquello que sostiene la tensión del libido” (Palafox).

Éste está conformado por dos elementos de los que depende y son el sujeto y el objeto del jouissance. En este caso, Silvestre Abad es el sujeto y la niña es el objeto. La relación sujeto-objeto que subyace en esta situación deja ver una necesidad de apropiación, pues sólo puede gozarse de aquello que se posee, y esto se logra mediante (utilizando un lenguaje de derecho) el usufructo. Es claro, pues, lo que refiero, y será más claro al citar el cuento de Couto Castillo donde Abad confiesa que: “mil veces he querido apoderarme de algo; pero nunca la tentación ha sido tan fuerte, tan imperiosa, tan irresistible como aquel día” (Couto Castillo 167). El sentir del personaje está intrínsecamente ligado a la relación de lo prohibido con su respectiva transgresión, pues no logra subyugar sus instintos, sale de la ley jurídica y de sus propios parámetros de control. También, entonces vemos, existe una relación entre lo erotismo y la prohibición, y estamos ante un acto de erotismo donde el placer verdadero, lo sublime, lo bello y la alegría convergen en el jouissance del dudoso asesino[4]. Es de recordar, al mismo tiempo, que en lo erotismo “el ser se pierde objetivamente, pero entonces el sujeto se identifica con el objeto que se pierde […] en el erotismo, YO me pierdo” (Bataille 35) y que lo erotismo y el goce caminan juntos en el rumbo de este relato.

Lo anterior lleva al personaje a un estado de abstracción otorgado primero por la mirada, luego por el deseo y finalizando por el acto que lo hace desbordar. Este desbordamiento desemboca en la satisfacción de una energía psíquica encaminada a conseguir algo, esto nos remite a Lacan diciendo que “goce es la satisfacción de una pulsión”, sin embargo tal satisfacción debe ser de una pulsión “muy precisa, la de la muerte, que no es aquella en la que se piensa en principio cuando se habla en general de la pulsión” (Braunstein 48), y la muerte es lo que “reconoció [el hombre] como horroroso y admirable” (Bataille 47). Es pues, ahí donde Silvestre Abad mata a la niña, ahorcándola y donde, como dije anteriormente, llega a la cúspide de su jouissance: “Y sentí su último estremecimiento, lo sentí que recorrió por todo su cuerpo al tiempo que su corazón no latía más; el cuello parecía de trapo, se enfrió…” (Couto Castillo 168).

Después de este estado de placer que comparte terreno con el jouissance, existen tres probabilidades, según Burke, de estadio en el sujeto que acaba de tener un cese de placer verdadero: a) indiferencia; b) decepción; y c) pesar. En la primera, sucede, generalmente, si la acción placentera pasa después de haber durado un tiempo razonable; la segunda, si esta acción se ve trunca de manera brusca y la tercera, si el objeto que provoca el placer se pierde de tal manera que no hay posibilidad de disfrutarse nuevamente de él. Pero, ninguno de estos tres estados del sujeto regresa a ser dolor. En este caso, Abad experimenta una situación que corta de manera violenta la acción que le produce placer. Entonces, no existe en él una indiferencia, ni una decepción pero sí un pesar, pues “[l]a persona que tiene un pesar, aguanta que la pasión se apodere de ella, la ama […] En el pesar, el placer todavía es más elevado” (Burke 28), y que podríamos traducir como un estado de búsqueda del placer, una esperanza; es decir: una esperanza fálica[5]. Ha descubierto la causa de su jouissance y vive en busca de ello: “Viendo a un niño, siento impulsos de arrojarme sobre él, de robarlo para llevarlo siempre conmigo, para oprimir su cuello y hundir mis dedos en él” (Couto Castillo 169). El recuerdo le provoca una sensación de placer, nuevamente; sin embargo, no es un placer verdadero y tampoco es un simple deleite, es un estado intermedio entre el intermedio y el absoluto (entre deleite y placer verdadero), digamos que se encuentra en un estado de placer intermedio. A pesar de no llegar a ser un placer verdadero, logra obtener cierta porción del jouissance mediante el recuerdo, pues junto con el reconocimiento de la causa de su jouissance, ha descubierto también la existencia del Otro, y lo cataloga como el objeto de su placer y del otro sentir lacaniano.

Recordemos que en un principio aclaré, mediante elementos narrados, que Silvestre Abad se encontraba en libertad en el momento que cuenta su historia. Retomaremos este aspecto en el que a fin de cuentas determina su no censura del explícito placer intermedio en su narración. Si Abad se encontrara preso, seguramente no podría saber si al ver un niño le causa cierto deleite y la necesidad del placer verdadero, y seguramente no podría demostrar tanta emoción de recordar la situación que lo encerró y lo alejó del motor de sus placeres. Además pongamos minuciosidad a los verbos, él habla de que cuando ve a un niño, le dan ganas de ahorcarlo, de sentir el cuello en sus manos. El verbo ver está ocupado en presente, no en pasado; lo que sería obvio si estuviera preso, pues el detonante no se encuentra al alcance de sus ojos.

Una interpretación general, podría orillarnos a decir que “¿Asesino?” de Couto Castillo afirma y confirma el presupuesto, que mencioné anteriormente, de Lacan sobre la satisfacción de la pulsión, que es la muerte, y que esto es el resultado del jouissance. Es decir, Couto Castillo nos abre el panorama de que la pulsión-muerte es el resultado de todo jouissance desbordado. Pero no sólo puede referirnos y significar esto, sino que también puede ser que quiera llevarnos a otro aspecto del erotismo pues éste también puede ser “es lo que en la conciencia del hombre pone en cuestión al ser” (Bataille 33).

En conclusión, Bernardo Couto Castillo transgrede la norma de la pasividad para cuestionarnos sobre nuestros propios jouissance y pensar sobre la posible rareza de cada una de ellas, el cómo y el por qué las llevamos al límite o no. Cuestionar el ser desde el ser que no era consciente sino hasta el momento que conoce sus motivantes y sus errores motivados. No se trata, pues, de moralizar en este aspecto, sino sólo de tomar conciencia de lo que se es para saber, por uno mismo, si se quiere ser lo que se está siendo, o dejar de serlo.

Bibliografía

Bataille, Georges. El erotismo. México: TusQuets editores, 1997.

Braunstein, Néstor. Goce. México: Siglo XXI, 2003.

Burke, Edmund. Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublima y de lo bello. Madrid: Tecnos, 1997.

Castillo, Bernardo Couto. Cuentos completos. México: Factoría ediciones, 2001.

Palafox, Daniel. Cuestiones psicoanalíticas. Enrique Nieto. 15 de Mayo de 2011. Entrevista.



[1] “Es preferible la sangre, al tedio”

[2] Las cursivas son mías.

[3] Las cursivas son mías.

[4] El hecho de que converjan todos en el jouissance de Silvestre Abad, no quiere decir que estos sean los que lo constituyen en todos.

[5] Tomando el término falo no como un pene, sino como un “organizador del deseo humano, en tanto que es una búsqueda no alcanzable […] es una fuente de satisfacción total y perpetua, es por tanto: un imaginario” (Palafox).