domingo, 29 de enero de 2012

Paseo por el Martín Fierro de Martín Fierro: esquelético mirar a la poesía

En verdad el cantar es un soplo distinto.

Un soplo por nada, una onda en el dios. Un viento.

Rilke


El gaucho, figura argentina, se ha ido volviendo, década tras década, una imagen mítica. La historia se ha encargado de configurarlo como héroe en esta epopeya gigante que es la vida. Cada paso que da está resuelto dar su vida con tal de haberla vivido a gusto: el trabajo, que para el gaucho no es trabajo sino placer, lo disfruta más que cualquier otra cosa. Pero como no siempre todo es trabajo, porque es físicamente imposible, el tiempo libre lo pasa en la pulpería o alrededor de una fogata con los colegas, hablando, contando historias donde ellos son los héroes, victoriosos o trágicamente vencidos. Pero siempre sus anécdotas autodiegéticas son la premonición de un tango que no se ha musicalizado. Gardel y LePera, Yupanqui y Cabral, debieron inspirarse más de cien veces en historias de los caminantes de la pampa para escribir sus canciones: no puede ser de otra forma, es la tradición que acongoja, aqueja y a la vez vuelve hermosa la literatura y la música argentina. Los ecos de un romanticismo que no lo era: un decir sin decir, como el silencio del poeta.

Todos los principios de las historias gauchescas son trágicos, son tristes: los dioses, cualesquiera que sean, dejaron de ser benevolentes con el dueño de la historia, lo han dejado a la deriva. El pequeño Guacho de Don Segundo Sombra de Güiraldes empieza la historia sin padres, viviendo con dos tías que no le encuentran satisfacción a su presencia. Su vida es asquerosa y triste, por ello decide escapar y encontrarse con ese mito personificado y sabio que tiene por nombre Segundo Sombra, don Segundo Sombra. Asimismo en el Martín Fierro de José Hernández, Fierro nos anuncia la temática, el tono y el modo de su historia: “Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela, / que el hombre que lo desvela / una pena estraordinaria, /como la ave solitaria / con el cantar se consuela” (Hernández 11)[1].

La pena “estraordinaria” se refiere a la pérdida de lo suyo, porque todo lo que extraña es el Otro que reconoce como parte de sí, de su propiedad: de su vida. Le han quitado a su esposa, a sus hijos, su terreno, su entorno donde se había desarrollado, su trabajo.

Fierro descansaba el cuerpo en la pulpería cuando entró el “Juez de Paz” y “arrió” con todos los que pudo, entre ellos, el héroe de la historia. Con sutil calma no movió ni un dedo, incluso al ver el correr de muchos y la suerte nula de otros: “Yo no quise disparar, / soy manso y no había por qué; /muy tranquilo me quedé /y ansí me dejé agarrar” (Hernández 15). Ese encontrarse solo en medio de La Nada, frente a una mesa y nada más, el creerse intocable porque “no había por qué”, no nos da más sensación que la de soledad. La misma soledad que de forma explícita encontramos en la primera estrofa del poema, donde se compara con un “ave solitaria”, y que seguirá mencionando durante toda la historia. Esa calma es irónica, pues la calma que el demuestra, la pasividad obvia es motor de la acción: por eso es protagonista Fierro, “lo que lo individualiza es la acción” (Lazo xxxi).

(Paréntesis antiacadémico

No considero que José Hernández deba llevarse tanto mérito como Martín Fierro: él es quien crea su historia con forma, él lo versifica, Hernández sólo estructura. Aquí quedaría bien, entonces, hacer la separación entre autor y narrador (en este caso, poeta). No es lo mismo el autor que el narrador, por ende, es incorrecto atribuirle a José Hernández versos con tal complejidad rítmica que se desprende de la oralidad, [retomaré, párrafos más abajo, esta idea del ritmo].

Fierro es un personaje creado por el escritor, pero al hacer la diferenciación debe quedar estipulado el mejor manejo del verso por parte del gaucho que del poeta del macro universo.

Por todo lo anterior, a mi parecer, Martín Fierro rebasa la imagen del autor, no sólo lo mata como Barthes hubiera pensado, sino que lo hace de manera brutal, no queda cabida para Hernández en este trabajo, ya no. Por tanto, me permitiré una licencia: al momento de citar algún fragmento del poema Martín Fierro, estaré citando a Martín Fierro y no a José Hernández.

Fin del paréntesis antiacadémico).

Vuelta al texto original

Según Faustino Sarmiento, hay cuatro tipos de gauchos:

· El rastreador;

  • el baqueano;
  • el gaucho malo, y;
  • el cantor.

Siguiendo la lógica descriptiva de Sarmiento, Martín Fierro no es cualquier gaucho, es El gaucho, pues en él se encuentran fácilmente a los cuatro tipos de gaucho. Algunas características de los tipos no las tiene tan desarrolladas como otras; sin embargo, las huellas, los ecos, están.

Pero vamos a centrarnos en la imagen del gaucho cantor, Sarmiento se refiere a él: “Aquí tenéis la idealización de aquella vida de revueltas, de civilización, de barbarie y de peligros” (Sarmiento 48). Y veremos cómo Fierro cantará su historia. Es equiparable, y lo enfatiza Sarmiento, el gaucho cantor al trovador medieval. Sin embargo hay un aspecto que en este caso obstaculiza la analogía: para tener ese rasgo de trovador, más bien juglaresco,[2] el juglar contaba historias ajenas, héroes épicos que probablemente hubieran muerto ya o que si seguían con vida, eran ya bastante conocidos. Siempre el canto al Otro, nunca había, por parte del juglar, una exaltación del Yo. Al menos no en las historias a contar. En el poema que nos compete, todo está dispuesto para ser llamado poema épico, menos ese detalle, ese factor tan mínimo pero importante. No se trata completamente del contar una hazaña, sino de una confesión.

Pero el comparar al cantor de la pampa con un trovador/jugador medieval no es el primer intento por acercar la literatura pampeana con la España del Medievo. Otro ejemplo es Guillermo Luzuriaga, pero para dicho crítico pareciera que Fierro sí presta su voz a José Hernández, el poeta mediante la voz del gaucho cantor, canta la historia del dueño de esa voz. Luziriaga es más específico en su comparación: el Cid y Martín Fierro

Los textos son de temas nacionales y de trascendencia en el tiempo. El Cid-hombre, que presupone problemas de repercusión interna, vasallo y luchador de nota, pasa a la leyenda como el personaje-tipo del embanderamiento castellano. Martín Fierro-hombre, no significa un brazo de resolución en los problemas internos; en ligar de vasallo es rebelde y sostiene con dignidad propia la libertad, igualando sus propósitos a la libertad de la patria. Pasa a la leyenda, como el Cid, porque le asiste, también, una conducta de justicia. Los dos merecen, en valor, ser admirados desde el casco o chambergo, hasta el escarpe o bota de potro. (Luzuriaga 79)

Vemos, pues, que con su voz guiada por él o prestada a Hernández, Martín Fierro pertenece a tradiciones en las que la musicalidad no pasa por alto. Sea épico o no: sea la historia propia o ajena. Y en la canción va el poema, y en el poema, la poesía. Si bien la estructura del texto (sextillas en octosílabos, con rima consonante) nos dice que estamos ante un poema, poco nos falta para asegurarnos que el poema contiene poesía, pues Según de Octavio Paz “no todo poema—o para ser más exactos: no toda obra construida bajo las leyes del metro—contiene poesía […] Por otra parte, hay poesía sin poemas […] El poema no es una forma literaria sino el lugar de encuentro entre la poesía y el hombre (Paz 14). Es evidente que estamos ante ese puente entre la poesía y el humano, y no ante una simple estructura metálica de leyes métricas: “cantando me he de morir /cantando me han de enterrar / y cantando he de llegar / al pie del Eterno Padre; /dende el vientre de mi madre /vine a este mundo a cantar” (Fierro 11), ahí está presente una exageración por el gusto del canto. Pero también, como elemento poético, encontramos su insistente mención a las aves para analogías diversas, comparaciones o explicaciones. Pero no sólo es ahí donde radica su toque poético, sino en la elección del léxico, pues para T. S. Eliot “la ley de que la poesía no debe apartarse demasiado del lenguaje ordinario a que estamos acostumbrados a usar y oír diariamente. Ya sea rítmica o silábica, rimada o no rimada, formal o libre, la poesía no puede darse el lujo de perder su contacto con el cambiante lenguaje de la comunicación común y corriente.” (Eliot 8) E insiste perenne en que el lenguaje ocupado, que no debe sustraerse del todo de la cotidianidad, tiene de por sí una musicalidad impregnada, que hará variar el ritmo del poema-poesía según el ordenamiento sintáctico de las palabras y la buena elección de tales. Logra hacerlo Fierro, porque no alarga los versos, no los destruye queriendo volverse Hernández y aunque pareciera estar plagado el texto de vocabulario pampeano y escritura fonética de la misma naturaleza que el léxico, no es abusivo: es lo necesario.

Una palabra más o una palabra menos hubiera cambiado todo el sentido poético del texto. Perdería la credibilidad enorme que fue construyendo en nosotros entorno a su imagen. ¡Es por eso que José Hernández murió! ¡Por esa razón Martín Fierro es no un personaje, una persona que canta, que poetiza su historia! Pero no sólo las palabras, sino la significación rítmica que les acompaña, pues no pueden separarse estos dos factores. ““Una tradición encuentra la luz en los límites del lenguaje. Otra, no menos antigua ni activa en nuestra poesía y en nuestra poética, encuentra la música.” (Steiner 59) y para decirlo de manera más concreta “la música de la poesía no es algo que exista fuera y aparte del significado” (Eliot 9).

En el poema-biografía de Martín Fierro la música se polariza: es suave, y es duro. A momentos la tristeza y nostalgia inoculan el ritmo, “¡Ah tiempos!... ¡Si era un orgullo/ ver jinetear un paisano! / Cuando era gaucho baquiano, /aunque el potro se boliase, /no había uno que no parase /con el cabresto en la mano” (Fierro 13). Evoca, primero, al tiempo pasado como múltiples alegrías, y entre ellas, escoge un pasaje y lo mira, enseñándoselo también al lector para que lo aprecie. Los puntos suspensivos fungen como silencio “¡Ah tiempos!” “los tiempos pasados siempre son mejores” podrían estarnos diciendo esos puntos suspensivos: el poeta decide callar en ese momento y dar paso a sus demás palabras. Ese silencio es consecuencia de la nostalgia.

Pero otras ocasiones la dureza de la vida gauchesca es quien contamina la musicalidad del poema, “No hay cosa como el peligro / pa refrescar un mamao; / hasta la vista se aclara /por mucho que haiga chupao” (Fierro 25). En cambio, al momento de describir otro momento en el que hay dureza, el silencio se censura a sí mismo y prefiere el verso correr como si fuera agua que emana del grifo. El ritmo está en el verso, por eso “[n]o emplea el verbo contar, lo que está dispuesto a realizar es el canto de sus hechos” (Luzuriaga 42).

Martín Fierro nos hace sentir lo que él quiere que sintamos, o lo que él sintió, o lo que nunca quiso sentir, etcétera; pero eso refleja que ha cumplido uno de sus posibles propósitos: buscar el contacto, la catarsis, la hipocondría literaria. Pero sobre todo, ha logrado noolvidar, ser reminiscencia, ser memoria, pues es un poeta nato, un poeta natural y “el poeta ha hecho del habla un dique contra el olvido, y los dientes agudos de la muerte pierden filo ante sus palabras” (Steiner 55).


Bibliografía:

Agote, Guillermo Luzuriaga. Universalización de Martín Fierro. Buenos Aires: Editorial Troquel, 1967.

Eliot, T. S. «Atenea.» 29 de 11 de 2011 .

Hernández, José. Martín Fierro. México: Porrúa, 1985.

Lazo, Raimundo. «Prólogo al Martín Fierro.» Hernández, José. Martín Fierro. México: Porrúa, 1985. IV- XXXVII.

Paz, Octavio. El arco y la lira. México: Fondo de Cultura Económica, 1956.

Sarmiento, Domingo. Facundo: civilización y barbarie. México: SEP, 1964.

Steiner, George. Lenguaje y silencio. Barcelona: Editorial Gedisa, 1982.



[1] Las cursivas son mías.

[2] Recordemos que los trovadores tocaban ante los cultos, y sus canciones estaban constituídas por una serie de reglas de métrica y similares cosas, eran cantores de cortes. Los juglares, en cambio, eran los que caminaban de ciudad en ciudad, descuidaban la métrica del verso, y sin embargo no estaban tan dispares pues la necesidad nemotécnica auxiliaba, generalmente, al verso de arte menor. Entonces, el gaucho cantor es más bien como un juglar, más que un trovador, como bien lo dijo Luzuriaga: “Hernández [aquí sólo cambiaría Hernández por Martín Fierro] resulta ser un mester rioplatense, pero mester de juglaría, que desarrolla asuntos de carácter heroico y de interés colectivo” (Luzuriaga 42).

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